El pasado domingo día 8 de diciembre, Sevilla fue testigo de un evento único y profundamente emotivo: la Procesión Magna de clausura del Congreso de Hermandades y Piedad Popular. En un marco de devoción y fervor religioso, miles de personas se congregaron para rendir homenaje a las sagradas imágenes, confirmando una vez más la fuerza evangelizadora de las hermandades y el compromiso del pueblo con su fe. Fue un día de unión, espiritualidad y belleza, donde las calles de Sevilla se llenaron de oración, música sacra y pasos procesionales que transmitían un mensaje de esperanza.
Sin embargo, como en tantas ocasiones, la masividad de un evento de esta magnitud dejó tras de sí una estampa menos edificante. Al concluir la procesión, muchas de las calles que momentos antes habían sido escenario de fe y devoción, quedaron convertidas en un auténtico vertedero de basura. Las imágenes de residuos esparcidos por el suelo, desde envases de comida rápida hasta latas y plásticos, son un recordatorio incómodo de una realidad que no podemos ignorar.
Es triste y paradójico que un acto cuyo propósito es transmitir valores de respeto, comunidad y amor al prójimo termine ensuciando la ciudad que lo acoge. La responsabilidad, en este caso, recae tanto en los asistentes que no cuidaron de recoger sus desperdicios como en una planificación logística que tal vez no contempló la magnitud de este problema. No se trata solo de una cuestión estética; el impacto ambiental de esta basura es real y dañino.
El problema no es nuevo ni exclusivo de eventos religiosos. Festividades, celebraciones y concentraciones masivas suelen dejar tras de sí un rastro de basura que desafía los esfuerzos de limpieza de los servicios municipales. Pero lo que hace que esta situación sea especialmente lamentable es la desconexión entre el mensaje de la Procesión Magna y la conducta de algunos de sus participantes. ¿Cómo podemos hablar de evangelización, de transmitir valores cristianos, mientras convertimos nuestras calles en un estercolero?
Este no es un llamado a criticar el evento en sí, sino una invitación a reflexionar. La fe y el respeto no pueden quedarse en la liturgia; deben manifestarse también en nuestras acciones cotidianas. Si verdaderamente creemos en el mensaje de las hermandades, debemos esforzarnos por vivirlo en todas sus dimensiones, incluyendo el cuidado de nuestro entorno y el respeto hacia nuestra ciudad.
Es responsabilidad de todos, organizadores y asistentes, trabajar para evitar que esta situación se repita. Sevilla merece disfrutar de estos actos de fe sin que ello implique sacrificar su limpieza y su belleza. Que la próxima vez que celebremos nuestra fe, lo hagamos con el corazón lleno y las calles limpias. Esa sería la verdadera demostración de los valores que predicamos.
Fotografía: César Carrasco